Los sones del silencio

EVOCANDO EN SUS TIEMPOS
LOS SONES DEL SILENCIO.


¡Jeringos y molletes, calientes, calientes!
¡Carboneroo, picón de leñaaa! Los sones primeros, arropados con el silencio de la temprana mañana:
La vendedora de molletes, bajita y regordeta, con el pelo tirante recogido en un moño redondo, en su nuca, cual ensaimada cubierta de negrísimo azabache. La canasta de mimbre dorado apoyada en la oronda cadera, albergaba el apetitoso y recién elaborado alimento tapado por un paño de impoluta blancura, igual al delantal que cubría su oscuro ropaje.
En las gélidas mañanas de invierno, al pregonar, le salían las palabras rodeadas de volutas de vaho que se quedaban un instante flotando en el ambiente, como una danza efímera y sutil.
Félix, el carbonero: sentado de forma indolente en el varal delantero de su viejo y ennegrecido carro, arreando a la mula de cansino y monótono andar. Cuando paraba en las esquinas, salían las mujeres con sus viejas latas donde él depositaba (después de pesarlo en la romana) los trozos negros e irregulares del carbón que, una vez en los anafes, convertidos en rojas y amarillas ascuas, servirían para cocinar los opíparos cocidos o las patatas a lo pobre, según el poder adquisitivo de cada familia.

Más tarde, en la media mañana, de nuevo otro son envuelto en el silencio: ¡lañadoor, se arreglan baños y tinajas! el hombrecillo, sentábase en el borde de la acera para arreglar el rajado barreño que alguna mujer le sacara; mientras hacía su labor, solía canturrear alguna coplilla imperceptible.
Después, al filo del medio día, un son más estentóreo rajaba el silencio; era el repicar de las campanas de la iglesia mayor anunciando las doce. El alegre e insistente repique se oía perfectamente, por el silencio apacible que envolvía toda la ciudad.
Ya en la tarde, a la hora de la siesta, el silencio leve de la mañana se volvía espeso como si de pronto el tiempo aumentara en gravidez, denso, sin ningún son que lo alterase.

Luego, a la caída de la tarde, el silencio se volvía muy ligero, delgadísimo, estrujado por las risas, carreras y juegos de los niños…
Y de pronto, otro son: ¡pirulíí de la Habana! el carrito rodeado de la chiquillería de ojos ansiosos y asombrados ante las espirales dulces, de colorido brillante.
De nuevo, en la noche, un son más del silencio que en tiempo nocturno
parecíame poder tocar con los dedos: El canto de los grillos en verano, o la mansa lluvia repiqueteando en los cristales de las ventanas, anunciando en septiembre el otoño dorado y aromado de mostos.
Ya no hay sones que borden en el bastidor del silencio. Un estrépito inmenso a invadido el mundo: ruidos de coches, aparatos acondicionadores, músicas estridentes con altas megafonías, publicidad, timbres de móviles, gritos, voces…

A los niños de ahora les hemos robado un bien precioso. Lamentablemente, en el tiempo actual, es imposible oír los mágicos sonidos del silencio.

María Bote

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